miércoles, 12 de febrero de 2020

El Imperio: Guerra

Quitarme el casco fue como sacar la cabeza de un horno. Esas cosas eran magníficas para protegerte el cráneo del ocasional hachazo mortal, como bien demostraba la abolladura que tenía el mio justo en la frente, pero no dejaba de ser acero expuesto al sol durante horas y horas. La armadura también se recalentaba, claro, pero con el rostro descubierto me sentía mejor, más libre. Honor, el gran semental blanco que cabalgaba, también parecía alegrarse de poder detenerse y comer un poco. A pesar de ser un caballo de las Llanuras, los mejores que había en todo el Imperio, seguía siendo una bestia arrogante que se burlaba del nombre que le habían puesto día tras día. Era un buen caballo. Le acaricie las crines ausentemente mientras paseaba la mirada por el campo lleno de cadáveres.
La batalla había sido larga, brutal y considerablemente sangrienta, como todas las batallas contra la Horda. Por todo el campo se podían ver grupos de cadáveres vestidos con el uniforme rojo imperial rodeados de esqueletos y cuerpos putrefactos junto con las masas más grandes de caballos y necrófagos muertos. Magos de túnicas blancas se movían buscando moribundos y soldados con grandes mazas remataban a los esqueletos que tuvieran el cráneo intacto. Más allá, en el borde de un pequeño bosquecillo, se veían los estandartes del Cuarto Regimiento Imperial, los Toros de Silias, donde estaban reunidos las personas al mando en una sesión informativa. Se suponía que debía estar con ellos en calidad de Paladín para abogar por los derechos de las Órdenes de Caballeros del Imperio. También se suponía que debía defender a los débiles y destruir el mal allá donde se encontrará. No soy especialmente bueno cumpliendo mi deber.
Suspiré, espoleando a Honor en dirección al campamento temporal y sin poder evitarlo empecé a reflexionar mientras recorría aquella llanura llena de muerte. La guerra contra la Horda ya duraba más de diez años y al Imperio no le iba bien. Dioses, con cada año que pasaba parecía que nos iba peor. A pesar de su enorme ejército profesional, tener un territorio tres veces más grandes y recibir el valioso apoyo del Gremio de Magos y las Órdenes de Caballeros, era como si el Imperio fuera incapaz de derrotar a la Horda. Año tras año se abandonaban ciudades y fortalezas ante el avance en apariencia implacable de las fuerzas de no muertos. Casi todos los ciudadanos del Imperio habían perdido algún familiar o conocido contra los huesudos; mi hermano y el bastardo de mi padre habían muerto hacía sólo un año antes en el asedio de Mercias. Era un secreto a voces el hecho de que, si algo no cambiaba rápido en la estrategia del Imperio, pronto perderían todo el Valle de los Reyes y la Horda tendría vía libre para adentrarse en las provincias interiores. Y eso sería el fin del Imperio.
Llegué al campamento después de un par de minutos de cabalgata. Los campos de batalla no eran demasiado grandes. Atraía la atención con mi inmaculada armadura blanca, la capa dorada y los cráneos atados a la parte trasera de mi silla de montar, obtenidos de los esqueletos fuertemente armados que componían la guardia de honor de los ejércitos de no muertos. Los cráneos estaban cubiertos de una fina capa de hierro y tenían amatistas en los ojos, que supuestamente servían para darles vida. No lo sabía; esa clase de conocimientos no me atraerían en lo más mínimo incluso si no estuvieran penados con la muerte.
Le devolví el saludo a un soldado que estaba recostado en una camilla con un muñón en vez de brazo izquierdo y recibí con medido agradecimiento un regalo de otro soldado, una de las dagas que usaban los adeptos oscuros. Los Paladines éramos un símbolo visible de la fuerza del Imperio y, me gustará o no, tenía que representar mi papel. Era uno de los pocos deberes que me preocupaba por cumplir correctamente.
Finalmente llegue al pabellón de tela roja y dorada del estado mayor del regimiento, desmontando y tendiéndole las riendas de Honor a una lancera que servía como palafrena. Hacía años que el ejército reclutaba mujeres por las perdidas en la guerra, y las Órdenes habían empezado a discutir sobre si hacer lo mismo. Nuestros muertos nunca se habían acumulado tanto como los del ejercito, pero seguían siendo números preocupantes. Aún así, ¿mujeres caballero? Me parecía un concepto ridículo, o extraño como mínimo. No se lo dije a la amable veterana con una lanza en la mano, por supuesto. No me sentía con ganas de morir.
Pase al interior del pabellón, entrecerrando los ojos para acostumbrarme a la relativa oscuridad. Un trió de aprendices de mago con túnicas cortas marrones llenaban listas de bajas en unos escritorios que rodeaban el centro del pabellón bajo la atenta mirada de un mago de pleno derecho que les hacia supervisor. Al centro del pabellón había una mesa circular con un mapa extendido sobre ella que mostraba el Valle de los Reyes: Un territorio de colinas y modestos bosques encerrada por el mar al oeste, el gran río Grandil al sur y la Montañas Nevadas del norte y el este. Alrededor de la mesa habían tres personas hablando y señalando al mapa. Las conocía a todas bastante bien.
El coronel Gariv era viejo para el baremo de los soldados, con más de cincuenta que se reflejaban en su creciente calvicie, su barba encanecida y las arrugas en su rostro. A pesar de eso seguía siendo fuerte, decidido y había conservado el espíritu de combate a pesar de las terribles pérdidas que sin duda había visto a lo largo de los años. Su armadura dorada con adornos rojos era la típica para un oficial de su rango, aunque se había quitado los guanteletes y la capa para una mayor comodidad. A su lado estaba el capitán Garlon, su hijo, que había heredado el rostro cuadrado y el cabello oscuro de su padre pero ni siquiera una pizca de su ingenio o carisma. Aun con todo era un buen soldado, y eso contaba mucho estos días, aunque su armadura plateada de capitán con adornos dorados tenía grabados en el metal que parecían más propios de una armadura de desfile que algo hecho para el campo de batalla.
Y luego estaba Relyan. Era una mujer joven, apenas llegando a los treinta, pero tenía una madurez y un porte de dignidad común para los practicantes de magia. Había heredado la tez morena de su padre junto con el cabello dorado (no rubio común, sino el brillante dorado de los elfos) y los ojos celeste de su madre. Vestía una túnica y una capa de viaje hechas de hilo de plata, como correspondía a los Magos de Plata del Gremio. Era hermosa, poderosa... y técnicamente la princesa heredera del Imperio, dado que aún faltaban un par de años para que su hermano Revian alcanzará los veinte años necesarios para heredar. Supuestamente debía estar con su padre en la capital, pero tenía fama de ir y venir a capricho entre los territorios del Imperio para visitar a los regimientos o intrigar un poco en las cortes de los gobernadores provinciales.
Me quite la capa y los guanteletes, dejándolos junto con el casco en una mesita en la entrada del pabellón, para después acercarme a la mesa. Ellos estaban discutiendo en voz baja así que tardaron un segundo en darse cuenta de que me había unido a ellos. Al final Garlon se dio cuenta y soltó un pequeño resoplido desdeñoso.
— Al fin decides bendecir está reunión con tu presencia —Dijo con una voz grave y ronca que se parecía a la de su padre— Esperaba que algún huesudo nos hubiera hecho el favor de clavarte un hacha en la cabeza.
— Por favor no digas esas cosas —Respondí con una sonrisa que mostraba la cantidad justa de diversión y arrogancia— Podría pensar que estás enojado conmigo. Aunque incluso a si te perdonaría dado la cara que tienes que ver todos los días en el espejo.
El abrió la boca para contestar, pero su padre alzó una mano y lo corto en seco. Una mirada suya basto para tragarme mis propias burlas. Nunca lo admitiría en voz alta, pero la verdad es que el viejo coronel me daba miedo. Relyan vio todo el intercambio con paciencia cortesana antes de girarse hacia mi.
— ¿Cual es el informe de los exploradores, Paladín Viriad? —Pregunto amablemente pero con firmeza, como sin duda le había enseñado su padre.
— Es tal como esperábamos —Respondí decidido a no quedarme embobado mirándola— Su fuerza se retira hacia Mercias para unirse a la guarnición de la ciudad. También recibí informes de que una segunda fuerza que marcha para reunirse con ellos, poco más de un batallón.
— ¿Y el ejército de Rompecorazones? —Pregunto Gariv, frunciendo el ceño.
— Aún inmóvil y manteniendo su terreno.
El frunció el ceño, mirando el mapa. Su regimiento estaba marcado con una bandera roja con el número cuatro pintado en ella, colocada sobre el bosquecillo en el que estaban. Al suroeste había una bandera más pequeña, de color marrón, que señalaba Mercias y la guarnición que había allí; entre ambas había una tercera bandera pequeña, la del contingente que habían derrotado, que ya estaba a mitad de camino a la ciudad. A pesar de que la batalla había sido apenas medio día antes ya habían cubierto una enorme distancia, al menos comparándolo con una fuerza de humanos del mismo tamaño.
Mi mirada vago por las diversas banderas que había en ella, señalando la situación de la guerra. Un total de seis regimientos combatían en aquella provincia, lo que representaba más de la mitad del ejercito imperial, extendidos en un frente que iba del mar hasta el Paso Nevado, la única vía para salir del valle hacia el este. También había pequeñas guarniciones y batallones auxiliares repartidos por todo el territorio controlado por el Imperio que no estaban representadas en el mapa. Enfrentados a las banderas rojas habían al menos una docena de banderas marrones, cada una de ellas señalada con el símbolo personal del nigromante que dirigía dicho ejército. Las más cercana, ubicada a varios días al sur, tenía una espada clavada en un corazón, en blanco sobre marrón; las fuerzas del Rompecorazones, por lo menos las del nigromante con ese apodo. Casi todos los regimientos tenían enfrente dos o tres nigromantes, y aunque el de Gariv sólo tenía a uno, esa fuerza ya era mas grande que su regimiento. Era una inferioridad numérica que en otras situaciones habría sido aplastante, y casi era asi, pero los soldados profesionales del Imperio mantenían firmemente en terreno que controlaban. Excepto cuando morían, claro está.
— ¿Sus órdenes, coronel? —Pregunto la princesa. Podría haber dado las órdenes ella, ya que lo superaba en rango, pero no estaba bien visto saltarse de esa manera a los oficiales del ejército.
— Vamos a recuperarnos de esta batalla —Dijo Gariv con cierto cansancio— Majestad, me gustaría que le llevarás un mensaje al general Carlian pidiéndole tropas para reforzar mis filas. No nos vamos a mover de aquí en un par días como mínimo.
— No soy una mensajera, coronel —Dijo Relyan frunciendo el ceño.
— Lo se, Majestad, pero un mensajero tardaría varios dias en llegar y solicitar esas tropas. Es más eficiente enviarla a usted.
Ella abrió la boca para protestar, pero la cerro y suspiro, asintiendo. Parecía más irritada que molesta. Supongo que no encajas bien las órdenes siendo una princesa.
— ¿Necesito algún papel para el general? —Pregunto.
— Con la palabra de la hija de su Alta Majestad debería ser suficiente.
— Muy bien.
Ella se agachó y recogió su bastón del suelo. Era largo, de casi dos metros, hecho de plata pura y recubierto de pequeños glifos mágicos en toda su extensión. En la punta tenía engarzado un gran rubí que brillaba levemente con una luz rojiza. El bastón era otro de los símbolos de los Magos de Plata y me hacía considerar cuantos magos de ese tipo podría haber antes de que al Gremio se le acabase la plata. Ya había unos treinta, así que probablemente no muchos más.
Relyan le asintió al coronel, nos hizo un gesto de despedida a Garlon y a mi, y luego golpeó el suelo con el bastón. El golpe resonó con mucha más fuerza de la que debería, como si hubiera golpeado un enorme tambor, y su figura quedó envuelta por una cegadora luz blanca. Cerré los ojos y aparte la mirada con la luz atravesando mis párpados como estuviera encarado directamente al sol. La luz se fue tan rápido como llego, dejándolo todo en penumbra comparado con la iluminación de hace unos pocos segundos. Donde había estado la princesa sólo quedaba un pequeño círculo de hierba chamuscada.
Garlon y yo nos miramos, compartiendo la leve incomodidad de presenciar aquello. La magia estaba bien y era muy útil en batalla, pero el teletransporte de los Magos de Plata... bueno, ponía a muchas personas nerviosas.
— Jamás me acostumbraré a que haga eso —Murmuro el capitán rascándose los ojos, presumiblemente para quitarse la imagen residual de aquella luz.
— No eres el único —Dijo Gariv, escribiendo rápidamente un par de cosas en un papel y tendiéndolo hacia su hijo— También tengo una misión para ti. Toma nuestra caballería y persigue a ese contingente hasta la ciudad. No nos interesa que den la vuelta y nos ataquen por sorpresa. Pero no te metas combate serio contra ellos ¿entendido?
Garlon asintió, agarrando el papel que su padre le tendió y fue hacia el mago del pabellón. Entre ellos dos se encargarían de organizar a la caballería y saldrían en una hora como mucho. La burocracia del ejercito era agradablemente rápida en algunas ocasiones.
— ¿No tienes alguna misión para mi y mis Caballeros, coronel? —Pregunté fingiendo un tono de decepción.
— No —Gariv se frotó la frente, mirando el mapa con el ceño fruncido— Tu y tus hombres son mi mejor baza contra los huesudos. Nos los voy a arriesgar en unas escaramuzas.
— ¿No valemos para acosar al enemigo pero si para cargar directamente contra el? —Pregunté, incapaz de esconder la diversión en mi tono— Creo que se me escapa su lógica, coronel.
El me echo una mirada dura y me obligue a no encogerme en el sitio. Podría darme miedo, pero eso no significaba que el tuviera que saberlo.
— Te tomas muy a broma está guerra, Viriad —Dijo.
— Es eso o caer en la desesperación, coronel —Dije encogiéndome de hombros— Llevo cuatro años luchando y sólo he visto como perdemos cada vez más. Es tomárselo a broma o tirarme de un risco de cabeza.
— Bah, está guerra no es la peor en la que he estado, sólo la más desastrosamente larga —Movió la mano, como espantando algún molesto insecto— Yo estuve ahí cuando el Consejo de Gobernadores colapso y surgió la República. Tuvimos que abrirnos pasó por kilómetros de bosques y colinas hasta Los Pasos, acosados en todo momento por sus castas de guerreros. En comparación esto es casi sencillo.
— Esta... ¿Estas diciendo que está guerra es fácil? —Pregunte con confusión y no poca incredulidad. Lo que Gariv estaba diciendo me sonaba de locos; conocía la historia que me contaba, como cualquier imperial medianamente culto, pero no podía siquiera pensar en eso como algo peor que la guerra en este horrible valle contra unos seres nauseabundos y antinaturales.
— No —Se rasco la barba, pareciendo repentinamente cansado— Puede que las batallas sean simples, porque al fin y al cabo sólo tenemos que mantener una línea coherente mientras sus engendros se lanzan sobre nosotros, pero eso no significa que sean fáciles. En la de hoy perdí a un tercio de mis hombres en un combate casi irrelevante. Y al menos la guerra contra la República era abarcable, pero esta guerra... esta guerra supera al Imperio, Viriad.
Asentí casi sin darme cuenta, entendiendo lo que el coronel quería decir. No era la primera vez que oía a un oficial del Imperio decir que estábamos perdiendo la guerra, pero era la primera vez que oía decírselo a alguien del rango de Gariv y también la primera que alguien me lo decía con claridad. Era deprimente, pero también era la verdad.
Nos quedamos allí parados sin decir nada durante un rato, viendo a los aprendices escribir y mover papeles mientras terminaban de organizar los informes. El atardecer empezaba a arrojar su luz sobre el campamento temporal y pude escuchar la caballería de Garlon cabalgar hacia su misión. Por suerte la mayoría no había participado en la batalla.
— Tengo una misión para ti y tus Caballeros —Dijo finalmente Gariv, dándome un papel con algo escrito— Es una misión particularmente peligrosa. Necesito que escojas a tus mejores hombres y que te asegures que se llevé a cabo.
— Bueno, no entiendo que podría ser tan peligroso como para... —Mientras hablaba iba leyendo el papel, y al llegar a una parte concreta me quedé callado. Termine de leer y sentí una bola de hielo cayendo en mi estómago. Mire al coronel— ¿Esto va en serio?
— Órdenes del general — Dijo el, asintiendo— Supongo que no tengo que aclarar que tu misión es alto secreto.
— No, no hace falta —Murmure, volviendo a leer de arriba a abajo el papel, y luego se lo devolví— Esto es de locos ¿Cuando debemos partir?
— Mientras más rápido, mejor. La solicitud de refuerzos que envíe con Relyan era la señal acordada. Pronto todos los regimientos se pondrán en marcha.
— Coronel, sólo quiero aclarar que este plan me parece de locos.
— Órdenes del general —Se encogió de hombros— No es nuestro trabajo cuestionar órdenes, sólo seguirlas. Ahora sigue las órdenes que te di, Paladín.
Santos Dioses, aquello iba en serio. Sólo usaba mi título cuando quería enfatizar especialmente su rango sobre el mio, y eso significaba que debía obedecer o arriesgarme a una corte marcial o quizás a una ejecución directa. La orden que me había dado era alto secreto por algo.
Me hizo un saludo militar que le devolví rápidamente para luego salir del pabellón. Mientras iba caminando hacia el pequeño sector del campamento reservado para mi y los míos fui rumiando sobre los planes que había logrado entrever por la orden que me habían dado. Lo que el general Carlian planeaba era una locura, obviamente, pero diez años de guerra racional no estaban dando resultado, por lo que quizás sólo quedaba confiar locuras. En cualquier caso tenía algo mucho más importante de lo que preocuparme que sobre el destino de la guerra o la ofensiva inminente.
Entre en la tienda en la que mis hombres descansaban después de la batalla. Ellos se levantaron rápidamente del suelo, poniéndose firmes y saludando. Eran una veintena de Caballeros entrenados casi desde la infancia con deberes y códigos que debían seguir en cada paso de su vida. Sin duda alguna eran lo más eficiente y mortífero que podía ofrecer este regimiento y el ejército imperial. Dioses míos, no seria suficiente.
— Muy bien muchachos —Dije mientras entraba en la tienda — Voy a necesitar unos cuantos suicidas voluntarios. Tenemos un nigromante que matar.

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